La República: 87 años
H
e escrito “La República” porque en España así se cita la II República proclamada el 14 de abril de 1931. De la I, instituida en 1873, y que duró poco más de un año, casi nadie se acuerda. Cada vez que la fecha ha coincidido con el día que publicaba mi columna “Caleidoscopio” en “Huelva Información”, va ya para quince años, me ocupaba de esta conmemoración. Así ocurría ayer que se cumplían 87 años. De la República hablan, sobre todo los nostálgicos que no la vivieron y olvidan o tratan de ignorar sus grandes frustraciones y su efímera existencia. Mucho se escribe y se escribirá en estos días de aquella efeméride. No todos con la objetividad, la imparcialidad, la veracidad, la independencia, el rigor y la constatación que el decisivo acontecimiento merece.
El albor esperanzado de aquella mañana del 14 de abril de 1931, se frustró lastimosamente al poco tiempo por los errores y las precipitaciones, los excesos, las temeridades e intereses personales de unos y de otros. Políticos de una tendencia y de otra, extremistas de una parte y de la contraria, dieron al traste con cuantas expectativas, esperanzas e ilusiones muchos habían puesto en el empeño. Y es que las revoluciones no siempre tienen los cambios que garantizan el bienestar. Refiriéndose a la pasividad del gobierno en los primeros días de la República, el historiador Gabriel Jackson, en “La República española y la guerra civil”, mencionaba la necesidad en aquellos momentos trascendentales de un ejecutivo “de técnicos, hombres íntegros cuidadosamente entrenados” que evitara entre otros infortunios con su oportuna gestión el “pánico financiero” y la “baja del 20 por ciento, en el primer mes de la cotización internacional de la peseta”, que acompañaron a aquellas jornadas de desconcierto y falta de autoridad. Algo muy significativo.
Sobre la II República han escrito muchos ampliamente. Unos con una visión más completa y con la entidad de Gerald Brenan, Gabriel Jackson, Hugh Thomas, Paul Preston, Noam Chomsky, Manuel Azaña, Claudio Sánchez Albornoz, Ramón Salas Larrazábal, Joaquín Arrarás, otros con una perspectiva más localizada y concreta: las muy reveladoras de Stanley Payne, José Simeón Vidarte (El bienio negro), Arturo Barea ¡y tantos! que me han sumido en innumerables horas de intensa lectura. Uno alienta sus juicios por encima de las ideologías y los sentimientos apasionados, considerando objetivamente el sereno conocimiento y el sincero ejercicio del historiador.
Como se advirtió muy pronto los primeros pasos del nuevo régimen no estuvieron encaminados a mejorar la penosa situación económica y social del país, lo más urgente y aconsejable. Añadamos la franca hostilidad del mundo financiero. En mayo de 1931 los banqueros holandeses y norteamericanos cancelaron los préstamos concedidos meses antes al gobierno de la monarquía. La necesaria reforma agraria que hubiera solucionado los conflictos campesinos, seguía ausente. Tampoco se inició el ineludible desarrollo industrial que podría absorber el paro rural.
Los peores signos de incertidumbre y pesimismo deslucieron las expectativas de un cambio positivo que hubiera favorecido una auténtica realidad de progreso. A esa decepción inicial de muchos, especialmente significativa de filósofos de la categoría de Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset (“¡No es esto, no es esto!”) – recordemos su conferencia “Rectificación de la República” – y otros prestigiosos intelectuales, pensadores y juristas, deseosos de contribuir a la construcción de una nueva España, se añadieron sucesos y circunstancias trágicas que inundaron de sombras la grandes ilusiones de un considerable número de ciudadanos. Otro historiador prestigioso Stanley G. Paine en su libro “¿Por qué la República perdió la guerra?”, hablaba del “extremismo” del que Largo Caballero decía que “no podía tener futuro”, añadiendo que “la ausencia de consenso político no era un hecho excepcional”, ya que “durante la década de los treinta la divergencia de criterios políticos era casi más extrema que en cualquier otra época de la historia. La desgracia de España fue intentar dar con un nuevo sistema político en tales circunstancias”.
Los diversos agravios a la política de sectores de gran vitalidad, las ofensivas anarquistas, los lamentable sucesos de Casas Viejas (1933), las conspiraciones, la revolución de 1934, el bienio radical-cedista contra el gobierno legítimo, la permisividad ante cruentos atropellos a la legalidad vigente, la insuficiente representación de la clase trabajadora en el nuevo régimen, el estado de facción de algunas actitudes oficiales, una política sectaria que no consiguió pactar un auténtico proyecto de Estado, malograron todos los anhelos despertados en la fecha que ayer conmemoramos. Con la perspectiva del tiempo, es justo considerar lamentable su fatal desenlace, cuando por unos y otros ni siquiera pudo superar su prometedora andadura inicial. El propio republicanismo más que un partido fue una opción política sin sólidas convicciones. Como asegura Ángel Duarte en “El otoño de un ideal”: “fueron muchos los que se reclamaron con ese adjetivo y defendieron modelos no ya distintos sino contrapuestos”. La desgraciada frustración de la República, por encima de cualquier ideología, se debió a que los más responsabilizados en su mantenimiento, fueron los que más contribuyeron a su destrucción. Ciertos partidos, supuestamente afines al nuevo régimen, fueron los que más impidieron su supervivencia. Es fundamental en el análisis eludir la socorrida justificación y los reiterados estereotipos. Se echa de menos tanto una sensibilidad auténticamente democrática como un ideal cívico y liberal.